Ese barrio suburbano tenía sus calles asfaltadas.
Usaban una de ellas, con poco tránsito, para jugar al fútbol, a la “pelo”, en realidad.
El grito de “auto, auto” hacía detener el partido y retener la pelota grande de goma al que la tenía en su posesión en ese momento.
Desde ahí mismo se continuaba el partido como si no hubiera pasado el auto que había pasado.
Algunos conductores de los autos, con mayor o menor empeño y énfasis, les aconsejaban (o advertían) no jugar en la calle.
Otros, les sonreían con simpatía y los saludaban con la mano semilevantada.
La mayoría seguía de largo sin mirarlos. En la vida, pensarían muchos, había padres muy irresponsables.
Habitualmente, Enrique jugaba de defensor.
Y Norberto de mediocampista.
Enrique se desplomaba en el piso si era necesario para evitar el avance del equipo contrario.
Infatigable defensor.
Norberto pensaba que Enrique tenía que ser abogado.
Obviamente, abogado defensor.
Porque, además, tenía “parla”.
Norberto era un mediocampista fino.
Todo un artista.
Sin exagerados esfuerzos.
Ya entonces solían decirle: “Dale, vago, correla”.
No se alteraba.
Seguía con sus piernas en danza.
Cuando tuvieron once años, Norberto y Enrique se llevaban dos meses de diferencia, les facilitaron jugar en la cancha de cemento de un clubcito del barrio.
Era una cancha de seis contra seis.
Ellos la transformaron de hecho en una de siete contra siete.
Jugaban entonces con “la cinco” de cuero.
Tres pibes tenían.
Así que estaba asegurada.
Después de jugar, había que engrasarla.
Norberto y Enrique nunca durmieron uno en la casa del otro.
La fiesta de estar juntos terminaba después de cenar y jugar un rato al metegol, en la casa de uno o de otro.
Tampoco nunca se bañaron juntos.
La mamá de Enrique tenía ojo avizor y desconfiaba de algunas miradas y gestos de Norberto.
Más que dirigidos a su hijo, tenían por centro a otros chicos.
El papá de Enrique, empleado municipal que se enorgullecía porque su esposa no tenía que trabajar, insistía a la mamá que vigilara la cuestión.
Decía que el pibe, el hijo, iba a entrar en la edad de la ebullición en la que cualquier cosa viene bien.
Y que después no había cómo sacarse de encima a los raritos que tenían esas costumbres.
Para afianzar la virilidad, lo anotó en boxeo.
Los dos hermanos mayores, bastante mayores, varones, apoyaban al padre y se turnaban para llevar al “pendejo” a las clases de boxeo.
Siempre contándole aventuras con mujeres.
Norberto estaba tan enterado de lo que le pasaba como que su amistad con Enrique era sagrada.
Tardó varios años en dar un primer beso, otros tantos en declarar un primer amor y algunos más en ir a la cama con alguien.
Se separaron bastante en la adolescencia.
Iban a distintas escuelas.
Enrique, excelente alumno, futbolista y boxeador, era una especie de líder para satisfacción del papá y hermanos.
Norberto padeció en el secundario.
Aunque era buen jugador de fútbol.
Evitaba el vestuario de antes y después del partido para no escuchar lo que le dirían y no soportar lo que le harían.
En contra de inamovibles principios, lo ponían en el equipo porque no había otro “5” tan bueno como él.
Fue un gran alivio para su vida ingresar a la facultad para estudiar sociología.
Enrique decidió estudiar física.
Para disgusto de su papá y hermanos que no entendían el capricho del pendejo.
Ingeniería era casi lo mismo.
Se trabajaba y ganaba más.
Y, aunque no lo dijeran, sonaba más masculina.
Muchos años no se vieron.
La hermana dos años menor de Norberto, que lo amaba por sobre todas las cosas, había hecho desde chica las gestiones necesarias y suficientes ante los padres para que aceptaran a Norberto.
Con el objetivo ampliamente cumplido.
Enrique trabajaba en el CONICET y en la facultad.
No ponía ahí sus dotes de defensor, pero le encantaba.
Tenía la oportunidad de viajar a veces.
Tuvo algunos noviazgos.
Anodinos.
Presentaba a la novia en la casa.
Los padres se encariñaban y los hermanos, que parecían fotocopiados, ya casados, con esposas que parecían fotocopiadas, decían: “Buena piba”.
Nunca duraban mucho.
Un año y medio fue el máximo.
Cada separación producía alivio en Enrique.
La física era más importante.
Y la docencia, una pasión.
Norberto formaba parte de un grupo de investigación y docencia independiente.
Presentaban trabajos en congresos.
Y daban cursos y seminarios.
Fueron tomando prestigio y pudieron ir dejando sus trabajos administrativos, comerciales, como telefonistas, para pasar a sostenerse con lo que hacían profesionalmente.
Ese año Norberto había cumplido treinta y siete años.
Entre los mensajes que chequeó a la noche, había uno desde un número que no conocía.
El celular le traía el nombre de Enrique y una propuesta de encuentro.
Acordaron día, hora y lugar, después de algunos intercambios formales enmarcados en “qué estás haciendo”.
Se encontraron en un bar de Palermo… algo.
Por rutina, pidieron café.
Antes del primer sorbo, Enrique lo miró a los ojos.
Con voz temblorosa le dijo: “Siempre te amé”.
Norberto escuchó sorprendido.
Electrificado, paralizado.
Asustado.
Siguieron idas y vueltas dialogales.
En el tercer encuentro, las manos inauguraron los encuentros de los cuerpos.
Enrique tenía cuatro sobrinos varones.
A los que veía tan poco como a sus hermanos y padres.
Norberto tenía dos sobrinas.
Las amaba y lo amaban.
Ahora, Ernesto y Norberto tienen setenta años
La física y la sociología inundan las mesas de la casa.
Martín tiene la llave de la casa.
Da dos golpecitos para que sepan que es él y entra.
Ese día también.
Ellos estaban en una de las mesas.
Estudiaban, charlaban y tomaban mate amargo.
Vieron entrando a Martín y Constanza, su esposa
Traían cosas en la mano como para quedarse a almorzar de sorpresa, después de la hora y cuarto de auto.
Martin desarrollaba en un lugar un tanto alejado un emprendimiento hermoso vinculado a su profesión de ingeniero agrónomo.
En el centro de esa localidad, Constanza trabajaba en una escuela y tres veces por semana atendía su gabinete de psicopedagogía.
Delante de ellos, Luisito, de tres años, corría con los brazos abiertos al semigrito de: “¡Abueeelos!”.
Guillermo D. Rivelis