Tomo prestado para este artículo el título (modificado) de «Sobre la desobediencia», uno de los libros de Erich Fromm (autor en el que me he basado en el artículo anterior y otros).
Erich Fromm hace una lectura e interpretación del Antiguo Testamento, probablemente más vinculada a su posición humanista que a una concepción religiosa; si bien, ambas formas de pensamiento no necesariamente se excluyen recíprocamente.
Escribe el autor:
«La historia humana comenzó con un acto de desobediencia, y no es improbable que termine con un acto de obediencia.
Adán y Eva, cuando vivían en el Jardín del Edén, eran parte de la naturaleza; estaban en armonía con ella, pero no la trascendían. Estaban en la naturaleza como el feto en el útero de la madre. Eran humanos, y al mismo tiempo aún no lo eran. Todo esto cambió cuando desobedecieron una orden. Al romper los vínculos con la tierra y la madre, al cortar el cordón umbilical, el hombre emergió de una armonía prehumana y fue capaz de dar el primer paso hacia la independencia y la libertad. El acto de desobediencia liberó a Adán y Eva y les abrió los ojos como extraños y al mundo exterior como extraño e incluso hostil.
Su acto de desobediencia rompió el vínculo primario con la naturaleza y los transformó en individuos. El ‘pecado original’, lejos de corromper al hombre, lo liberó; fue el comienzo de la historia. El hombre tuvo que abandonar el Jardín del Edén para aprender a confiar en sus propias fuerzas y llegar a ser plenamente humano.
(…)
El hombre continuó evolucionando mediante actos desobedientes. Su desarrollo espiritual sólo fue posible porque hubo seres humanos que se atrevieron a decir no a cualquier poder que fuera, en nombre de su conciencia y de su fe, pero además su evolución intelectual dependió de su capacidad de desobediencia. Desobediencia a las autoridades que trataban de amordazar los pensamientos nuevos, y a la autoridad de acendradas opiniones según las cuales el cambio no tenía sentido».
Jesucristo es un ejemplo de esto y el Cristianismo, surgido en ese momento, un caudaloso río con una inmensa corriente de fe, convicción y valores, cruelmente perseguido por las absolutistas autoridades de la época.
Agrega Erich Fromm:
«Si la capacidad de desobediencia constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien provocar el fin de la historia humana. Existe la posibilidad, o incluso la probabilidad, de que la raza humana destruya la civilización y también toda la vida sobre la Tierra. Esto no tiene ninguna racionalidad ni sentido. Pero (…) si bien estamos viviendo técnicamente en la Era Atómica, muchos seres humanos -incluida la mayoría de los que están en el poder- viven aún emocionalmente en la Edad de Piedra (…) la mayoría de nuestras ideas sobre política, el Estado y la sociedad están muy rezagadas respecto de la era científica. Si la humanidad se suicida, será porque la gente obedecerá a quienes le ordenan apretar los botones de la muerte; porque obedecerá a las pasiones arcaicas de temor, odio y codicia…
(…)
Pero no quiero significar que toda desobediencia sea una virtud y toda obediencia un vicio (…) Si un ser humano sólo puede obedecer y no desobedecer, es un esclavo; si sólo puede desobedecer y no obedecer, es un rebelde que actúa por cólera, despecho, resentimiento, pero no en nombre de una convicción o de un principio».
En éste y en otros libros, Erich Fromm expresa su confianza en la capacidad de los seres humanos para abordar cuestiones tan aberrantes como la que menciona y transformarlas en situaciones mucho más acordes con una Humanidad que construya posibilidades y probabilidades prósperas.
En ese sentido, hace una importante distinción entre lo que denomina «obediencia heterónoma» y «obediencia autónoma».
Plantea que la «obediencia heterónoma» es la obediencia a una persona, institución o poder sin pensar ni analizar qué es lo que esa persona, institución o poder pretenden de mí. Este tipo de obediencia es, entonces, sometimiento; porque implica la aceptación sin crítica de una voluntad o juicio ajenos renunciando a la propia voluntad y al propio juicio.
La «obediencia autónoma» consiste en la obediencia a mi propia razón o convicción en tanto las mismas están fundamentadas, forman parte de mí, son auténticamente mías.
La «obediencia autónoma», para ser tal y no un acto puramente individualista y/o egoísta, se vincula a lo que Erich Fromm denomina «conciencia humanística».
«Conciencia humanística», escribe el autor «es la voz presente en todo ser humano e independiente de sanciones y recompensas externas. La conciencia humanística se basa en el hecho de que como seres humanos tenemos un conocimiento intuitivo de lo que es humano e inhumano, de lo que contribuye a la vida y de lo que la destruye. Esta conciencia sirve a nuestro funcionamiento como seres humanos. Es la voz que nos reconduce a nosotros mismos, a nuestra humanidad».
Es por reconducción a nuestras propias experiencias, como podemos comprender las experiencias del prójimo. Esto lo había estudiado años antes Sigmund Freud. Por ejemplo, la reconducción a la experiencia con el propio dolor nos permite comprender el dolor de otra persona. A partir de esa reconducción podemos hacer «empatía» con esa otra persona.
Claro está que cada ser humano puede escuchar o puede no escuchar esa voz interior que nos orienta. Cuando esa voz es escuchada en su verdadera dimensión y profundidad, es altamente digno y es motivo de felicidad actuar de acuerdo a ella («obediencia autónoma»). Aun así, sucede que algunas personas escuchan superficialmente esa voz y actúan en contra de su mensaje produciendo acciones lesivas para la vida y el bienestar de todos. Cuando esa voz propia, interior, no es escuchada y considerada y es anulada como auténtica realidad, entonces se actúa de acuerdo a la «obediencia heterónoma» que sólo acata sin reflexión lo que se le ordena.
En la actualidad, claramente observamos una marcada confusión muy extendida; en nuestro país, situaciones llamativamente contradictorias en quienes tienen la responsabilidad de gobernar y también en quienes tienen la responsabilidad de ejercer seriamente la «oposición»; en el mundo, disputa entre organizaciones y naciones por el poder; entre tantas otras cosas que mórbidamente contribuyen al malestar y al desánimo. Ante todo eso, se vuelve indispensable la activación de nuestra capacidad de «obediencia autónoma», de nuestra «conciencia humanística», de la vigencia de nuestra voz interior que nos indica el camino de lo constructivo.
¿Cuál es el «nosotros» de estas «nuestras»? El «nosotros» implícito en el poema «Los Justos» de Jorge Luis Borges que volveré a transcribir.
«Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur
juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, qué tal vez no le agrade.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar que le han hecho un mal.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo».
Salvamos y salvaremos el mundo quienes desobedecemos y habremos de desobedecer a quienes ordenan y ordenen apretar los botones de la muerte, el odio, la codicia. Quienes trabajamos y habremos de trabajar denodadamente extendiendo y profundizando la conciencia humanística para que nadie, ningún ser humano cometa el feroz acto de «obediencia heterónoma» de apretar esos botones y para que quienes así pretendan ordenarlo hayan perdido todo poder.
Sé que el párrafo anterior puede ser leído e interpretado como de imposible realización y hasta irrisorio e ingenuo. Puede ser. También puede ser que resulte tan «imposible» como «imposible» resulta pensar frente a una tela en blanco una pintura de Van Gogh. Como frente a un instrumento musical inmóvil, una obra de Mozart. Como frente a letras y números, la teoría de la relatividad y los desarrollos de la física cuántica. Como imposible suele resultarnos pensar que ese joven, al que por principio y por prejuicio apoyado en ciertas características de su apariencia adjudicamos malas intenciones, sea (como tantas veces ocurre) quien acompañe a cruzar la calle a otra persona que, por diversos motivos, no puede hacerlo sola. Y podríamos seguir nombrando interminablemente. Si un ser humano «puede» es porque ese es un «poder» de la Humanidad. Un «poder» que nada tiene que ver con la dominación, sino con el «poder hacer». Y, tal vez, se trate de sumar, multiplicar, potenciar, integrar «poderes».
«Nosotros» somos quienes entendemos que el progreso tecnológico sin progreso ético pone en serio riesgo a la Humanidad, al Planeta que la aloja y a todas las especies que lo habitan.
Somos quienes, aunque no podamos aún articular propuestas superadoras, no gustamos de los procedimientos políticos inhumanos.
Quienes sentimos con el «corazón» y pensamos con la «cabeza» para que las cosas estén en su lugar y no nos convenzan argumentos que «golpean» en las emociones y obnubilan el razonamiento.
Desde hace ya algunos años, se define a esta época como la «época de la posverdad».
En la misma, no importan las informaciones basadas en datos y los argumentos sustentados en consideraciones que acercan a la verdad, sino las expresiones que conmueven las emociones y que recortan de la realidad tan solo los datos que avalen lo que se dice a los efectos de promover determinados comportamientos sociales.
Somos quienes, por lo tanto, desobedecemos las intervenciones públicas enmarcadas en la estrategia de la posverdad.
Somos quienes entendemos que en tantísimas ocasiones alguien que enfáticamente plantea una postura no cree en lo que dice, sino que necesita que quienes escuchan lo crean.
Quienes cotidianamente escuchamos a la voz interior que nos señala el camino de la vida, de la construcción, de lo humano.
Quienes continuamente nos ocuparemos de salvar el mundo con actitudes impregnadas de conciencia humanística y con la capacidad y la libertad de desobedecer cuando lo consideremos necesario y vital.
Guillermo D. Rivelis