En «Sociología de la vida cotidiana», escribe Ágnes Heller:
«Un aspecto común y esencial de todo juego es que desarrolla o moviliza capacidades humanas, sin consecuencias. Si alguien recita una escena en la que mata al hijo del rey, esto no trae consecuencias, porque en realidad no le hace nada. Si uno gana a un amigo al ajedrez, el hecho no tiene consecuencias reales, porque en realidad no le causa ningún daño».
Marca con ello un límite muy preciso.
A tener en cuenta siempre.
Muy especialmente en el trabajo educativo (formal e informal) con niños y adolescentes.
Si hay daño, eso que está ocurriendo no es un juego.
Si una persona tiene a fin de mes un dinero que le sobró y decide ir a divertirse al casino, jugar ahí y pierde ese dinero, no ha perdido nada que le ocasione daño. Ha jugado.
Pero si una persona va al casino y pierde lo que necesitaba para otras cosas infringiendo un daño a su vida y, tal vez, a la de su familia, entonces estrictamente hablando no «ha jugado», sino que ha sido víctima de su propia compulsión. El término «jugador» afianzado en la literatura no es adecuado. No ha habido juego y, por lo tanto, tampoco jugador.
Cuando en un grupo de niños o adolescentes (jóvenes, adultos…) alguien resulta dañado física o psicológicamente como consecuencia de la intención de otro u otros, lo que hasta entonces era juego dejó de serlo.
La broma es algo con lo que se divierte/n quién o quienes la hace/n y quién o quiénes la recibe/n.
Si se divierte/n quién o quiénes la hace/ y no (incluso la padece/n) quién o quiénes la recibe/n no se trata de una broma, sino de una burla.
La broma se ubica en la línea de lo simpático, lo agradable, lo amable, lo amoroso.
La burla se ubica en el terreno de lo agresivo.
Habitualmente, la persona que tiende a burlarse de otros es una persona que usa ese procedimiento para ocultar sus propios conflictos, miedos, inseguridades, insatisfacciones.
Todo esto tiene vinculación con la diferencia entre euforia y alegría.
Suele suceder que cuando una persona está eufórica cree estar alegre.
Es un error. La persona eufórica está psíquicamente excitada y, por lo tanto, en riesgo.
La persona eufórica es la que sola o en grupo de personas eufóricas se burlan de otros.
La euforia necesita de un «enemigo» al cual denostar y aniquilar (real o simbólicamente).
En el lenguaje popular se denomina «cargada».
Si la «cargada» no divierte al receptor, sino que lo daña es, reitero, burla y no broma.
No se completa el ciclo para la persona en estado de euforia si no hay «cargada», «burla», agresión física o moral.
La alegría se vincula a la felicidad.
La persona feliz no agrede, no se burla, no necesita enemigos.
La persona feliz quiere que los otros también sean felices.
O que estén tristes transitoriamente sin hacer nada por aumentar la tristeza o el malestar de la otra persona.
Cuando una persona juega, desarrolla y moviliza capacidades humanas.
Pero fundamentalmente juega para jugar, para divertirse sola o con otros.
Para ser feliz.
Tal como el juego, el deporte tiene reglas.
Las del deporte son más estrictas, especialmente si se practica de manera profesional.
El deporte implica habitualmente una competencia que no significa (ni debería significar) enemistad más allá de las historias y tradiciones que se anudan a dicha competencia.
Quienes practican un deporte (incluso en forma profesional) son denominados «jugadores».
Es correcto. El deporte es una forma especial de juego.
Y debería conservar las características del juego y las nociones básicas correspondientes al mismo, algunas de las cuales he mencionado.
A lo largo de una historia no tan lejana el deporte (especialmente algunos) ha sido captado para fines que no son lúdicos y que están más vinculados a grandes intereses y capitales.
Prácticamente, ha dejado de ser una actividad con características lúdicas, para «jugadores» y para observadores.
Tres actitudes se me presentan como posibles:
Estar de acuerdo con esta deformación de la idea original.
Despreocuparse, pensar que las cosas son como son y entregarse a la queja y la apatía.
Interrogarse por este problema y, con relativa independencia de los resultados que se obtengan, hacer oír la voz del desacuerdo.
Tal vez alguien puede pensar que la tercera es la actitud correcta.
Pero que funcionaria diluyéndose dado el vendaval que va hacia otro lado.
Entonces resignarse y renunciar a dicha actitud.
Porque, ¿en qué influye que «una» persona hable?
Respondo con mi forma de pensar y sentir: influye mucho.
Guillermo D. Rivelis