Días pasados hablé con un amigo, hermano de la vida, para saludarlo por su cumpleaños número setenta y dos.
Recordamos que dos años atrás habíamos estado reunidos para festejar sus setenta años. Y ambos teníamos la misma sensación: nos parecía que hubieran pasado «siglos».
Muchas veces, distintos acontecimientos hacen que se nos modifiquen los signos afectivos, las prioridades, las definiciones acerca de algunas cosas y, muy especialmente, las sensaciones vinculadas con el tiempo.
La pandemia es claramente uno de esos acontecimientos. Con particularidades que lo hacen probablemente más contundente: sucedió ( y sucede) en el mundo entero, afectó (y afecta) al cien por cien de la humanidad, nos puso ante una situación impensada a la que tuvimos que acomodarnos prácticamente de un día para el otro.
Es como si la pandemia hubiera «partido» la historia. Marcó el devenir colectivo e individual, anticipó procesos, hizo que tuviéramos que renunciar a algunas cosas y postergar (sin saber hasta cuándo) otras.
Implicó (e implica) dolor por la pérdida de muchas vidas.
Nos produjo (y produce) temor, desconcierto, incertidumbre.
También hubo lugar para que aprendiéramos cosas que no sabíamos.
Destacó la solidaridad de muchas, muchísimas personas. Y, también, lamentablemente, la mezquindad de otras.
Puso en evidencia, para todos los que no quieran desentenderse, las apabullantes y oprobiosas desigualdades imperantes en el mundo.
Muchos tenemos, por momentos, la sensación de estar viviendo ahora una historia que tiene al «antes de la pandemia» como una «pre – historia».
Es frecuente pronunciar y escuchar expresiones del tipo «yo antes…». El «antes» es antes de la pandemia.
Los efectos sobre las personas es complicado. Porque la sensación de la «historia» partida en dos suele estar acompañada de la sensación de mi vida partida en dos, de mí mismo partido en dos.
Sucede que, en muchas ocasiones, hablamos de aspectos de nosotros, de relaciones con otros seres humanos, de actividades, de rutinas como de aquello que «no volverá».
En esto, como en tantas situaciones, es necesario diferenciar unas cosas de otras.
Muy probablemente, algunas cosas no van a volver. Las crisis, los grandes impactos en la historia colectiva y en las historias personales, nunca dejan las cosas iguales a como existían antes.
Pero tenemos que tratar de no confundir determinadas cuestiones con otras. Y afirmar y sostener aquellas que no tienen por qué caducar, sino, más bien, es importantísimo que podamos conservar o recuperar porque forman parte esencial de nuestra vida, hacen a nuestra integridad, configuran nuestra identidad.
Se trata de cuestiones que pueden ser claramente reconocidas como «grandes» (relaciones con personas, por ejemplo) y otras que se consideran «pequeñas» (actividades creativas – recreativas, hechos de la cotidianidad, entre otras cosas).
La historia es continuidad. Con acontecimientos disruptivos. Pero que forman parte de la continuidad.
Vamos configurando «identidades» en el transcurso de la vida. Mi identidad de niño jugando al fútbol. Mi identidad de hijo adolescente de mis padres. Mi identidad de padre de mis hijos. Mi identidad de docente. Mi identidad de psicólogo. Mi identidad de abuelo… Un denominador común de continuidad, mi «identidad», me permite sentir, pensar y decir que soy «yo» en esa diversidad de «identidades».
Henri Bergson, filósofo (1859 – 1941), planteó que las divisiones que hacemos del tiempo son operaciones que nos permiten cierto manejo de la realidad. Son abstracciones instrumentales. Pero la realidad es indivisible. La esencia de la realidad es pura continuidad.
Se trata de un trabajo que es necesario hacer, cada uno consigo mismo. Incorporar este tremendo acontecimiento que hemos vivido y seguimos viviendo como parte de la continuidad de la realidad y situarnos en la vida como las personas que, desde que nacimos, construimos y seguimos construyendo en una continuidad que nos pertenece y nos identifica.
Guillermo D. Rivelis