Nos reconocemos en el nombre que desde que nacimos nos designa.
Nos reconocemos en los orígenes de nuestras familias concentradas en nuestros apellidos.
Nos reconocemos en la historia familiar.
Y en las historias de familia.
Nos reconocemos en las tradiciones y costumbres que nos han sido transmitidas oralmente.
En anécdotas dolorosas, graciosas, desopilantes de la familia y familias amigas.
En los juegos con hermanos y primos.
En el olor a tostadas.
En el plato exquisito de la abuela o de mamá, o del abuelo o de papá.
En las canciones que nos gustan.
En lecturas.
En recuerdos de maestras y maestros.
En el patio de la escuela con movimientos permitidos y otros no permitidos.
En los cambios corporales de la pubertad y la adolescencia.
En amores de la época.
En amistades entrañables.
En el equipo del deporte que nos gustaba y que nos llenaba de gozo o frustración.
En los roles que fuimos ocupando y desempeñando.
En una pertenencia social y económica.
En la posibilidad adquisitiva derivada de esa pertenencia.
En una religión.
En una preferencia política.
En un oficio o profesión.
En las decisiones que fuimos tomando.
En la construcción de un modo de vida personal.
La vida es dinámica.
Algunos cambios, por ejemplo los ligados a la tecnología, son cada vez más veloces.
Y vamos adecuando nuestros distintos reconocimientos a esos cambios.
Ocurre que para que ello sea posible, algo debe mantener continuidad, sosteniendo tales cambios.
En los últimos tres años y medio al menos dos cuestiones han puesto en crisis esa necesaria continuidad.
En el mundo, y por lo tanto también en nuestro país, la pandemia.
Alteró los tiempos, los encuentros humanos, el trabajo, las prioridades, el tiempo, los espacios y la ocupación de los mismos (adentro y afuera de la casa, por ejemplo).
Entre tantas otras cosas.
En muchas familias transformó dolorosamente la composición de las mismas.
Alteró la infancia de los niños y las niñas.
Pasada la pandemia, ninguna persona es igual que antes.
Toda experiencia deja consecuencias.
La pandemia fue una inusitada experiencia.
El segundo factor, centrándonos en nuestro país, es una situación política, social y económica que, si bien con antecedentes, no deja de conmocionar nuestros reconocimientos habituales.
No nos reconocemos en nuestra posibilidad adquisitiva.
No nos reconocemos en las propuestas políticas.
No nos reconocemos en el temor cotidiano a salir a la calle.
No nos reconocemos en los malestares psíquicos.
No nos reconocemos en un estado muy frecuente de expectativa angustiada.
Para poner algunos ejemplos
Se hace, entonces, sumamente necesario un cierto aislamiento instrumental.
Esto no consiste en aislarse patológicamente de la realidad.
Tampoco en la falta de compromiso.
Consiste en poder concentrarse en uno mismo, en recuperar recuerdos, hábitos, maneras de sentir y pensar.
Porque nos cuesta reconocernos.
Y el mirar sólo para afuera hará que nos cueste más.
Es mirar para afuera porque necesito enterarme de lo que pasa.
Y replegarme un rato, concentrarme en mí mismo, conectarme conmigo, con mi historia y con mis reconocimientos.
Para reencontrar la continuidad, ubicar lo que no se mueve en medio de lo que se mueve y afirmar mi identidad construida en años y modelada en dolores, alegrías, experiencias, decisiones, dudas, encuentros, desencuentros, amistades, amores.
Guillermo D. Rivelis