El miércoles 17 de febrero asistimos (desde acá, televisivamente) al inicio (parcial, escalonado) del inicio (o reinicio) de las clases presenciales en CABA. Pronto lo viviremos en Provincia de Buenos Aires. La Ministra de Educación de CABA, esa tarde, habló de la alegría que se vivía en las calles. No puedo opinar al respecto, no vivo en CABA, no transité sus calles ese día. Mi nieto de cinco años y dos meses y mi nieta de dos años y diez meses viven en CABA y fueron al «cole», a las salas de Jardín en la Escuela Primaria de gestión estatal a la que asisten. Debo reconocer que no me puso precisamente «feliz» verlos con la boca y la nariz tapadas. Sus ojitos expresaban (o al menos así lo «sintió» este abuelo que los ama con desmesura ¿existe, acaso, un amor «mesurado»?) inquietud, incertidumbre, algo parecido al miedo. Aun con el sinfín de amorosas explicaciones que les habían dado la mamá y el papá. Los niños ven un poco más allá de lo que vemos los adultos, que ya tenemos la mirada demasiado dirigida por las «agendas» que se presentan como «verdades».
Cuando iba a la escuela primaria (1957 a 1963), escuela provincial mixta, en el recreo de un lado estaban las niñas y del otro, los varones. Había que cuidar a las niñas, algo así como «condenadas» a la delicadeza, de los varones, «condenados» a la brutalidad. Las niñas jugaban a la «tapadita» con figuritas entre otras (no muchas) cosas. Los varones jugábamos al «poliladron» o al «balón». Claramente, los «brutos» teníamos autorizadas formas más expansivas de diversión. Cuando fui maestro de grado (soy Maestro Normal Nacional, título secundario entonces) entre los años 1969 y 1978 niños y niñas jugaban juntos en el recreo.
En ambas épocas, los niños, las niñas, luego las niñas y los niños se «tocaban» cuando jugaban (a la «mancha», por ejemplo). Hoy (y no sabemos hasta cuándo, ni si existe un «cuándo») no pueden tocarse ni acercarse. Es lo que hay y lo qué habrá, y tendremos que aprender a festejar el hecho de poder hacer lo «más y mejor» posible.
Pero no es conveniente eludir el problema, no reconocerlo, no redefinir conceptos y situaciones prácticas y cotidianas. Por ejemplo, se destaca como una función importante de la escuela favorecer el proceso de socialización. ¿Es lo mismo ese trabajo con niños y niñas que se tocan para jugar, que hacen una ronda («redonda, redonda»), que son «compañeros de banco», entre tantas otras cosas, que con niños y niñas que tienen que guardar distancia porque los otros niños y las otras niñas podrían «contagiarlos» y porque ellos y ellas también podrían contagiar a otros y otras? Obviamente, no. Nada pequeño el trabajo para los y las docentes: en primera instancia, hacer que los niños y niñas mantengan la distancia marcada por el protocolo y en segunda, o simultáneamente, hacer que puedan visualizarse como compañeros y compañeras de aprendizaje y juegos «con distancia». Y, claro, enseñar.
Confío en la vocación y creatividad de los y las docentes. Mucho más que en las improvisaciones, tardanzas y falta de acciones necesarias de los Estados (Nacional, Provinciales, CABA). Es evidente que hay muchísimas escuelas que no están preparadas. Ya no lo estaban antes de la pandemia. Los y las docentes harán todo lo mejor que puedan. No les echemos el «fardo» responsabilizándolos/as de consecuencias posibles de las cuales no son la causa.
Por supuesto, tienen que enseñar. Es importante (siempre lo fue y ahora muy especialmente) saber que los niños y las niñas no son «sujetos aprendedores». Son sujetos íntegros/as que en ese momento están intentando aprender. Pero cuando están haciendo ese intento, no desaparecen en ellos y ellas las cosas que les pasan en la vida, sus sensaciones, sentimientos, emociones, la realidad que habitan cotidianamente (con los avatares, alegrías, calamidades, amores, odios, contradicciones, temores, abundancia, carencias, problemas humanos). Muchas veces, un niño o una niña no pueden aprender, no porque no quieran, no porque el o la docente no esté enseñando bien, no porque el niño o la niña sean «desobedientes» o «incapaces». No pueden, en ese momento no pueden. Tal vez el psiquismo (por lo tanto, sentimientos y emociones) de ese niño o niña está impregnado de otras imágenes (dolorosas, muchas veces) haciendo imposible o excesivamente dificultoso el aprendizaje. Los niños y niñas y los y las adolescentes que están volviendo con bocas y narices tapadas a la escuela vienen de vivir un año impensado, mucho más que difícil, plagado de privaciones y alejamientos. Durante 2020 no siempre fueron tenidos/as en cuenta como personas asustadas, desconcertadas, desorientadas, obligadas a adaptarse a situaciones inverosímiles incluidas las clases virtuales.
La escuela (no una escuela, sino «la escuela» como institución) padece de muchos problemas (específicos, no los edilicios). Cuando hablamos sin hesitar de la importancia de la educación, sería necesario que, complementariamente, analizáramos esos problemas.
Me referiré a dos de ellos.
Uno es lo que se ha denominado «descontextualización». ¿Qué significa esto? Veamos. En la Edad Media los niñitos desde chiquitos iban con los padres al campo a aprender a trabajar el campo, que es lo que iban a hacer toda la vida. Aprendían «ahí» lo que iban a tener que hacer «ahí». Y las niñas se quedaban en la cocina con las mamás («los nenes con los nenes, las nenas con las nenas») aprendiendo a cocinar, coser, tejer, obedecer. Aprendían «ahí» lo que iban a tener que hacer «ahí». En la Escuela (tal como hoy la conocemos), niños y niñas aprenden lo que van a usar en la escuela (fracciones, marcar un mapa…) o en el futuro. La educación «prepara» para «el futuro». ¿Qué futuro? Se enseña y aprende lo que se sabe hoy para un futuro que será distinto. No quiere esto decir que no haya que enseñar y aprender. Pero seamos claros y asumamos esa realidad. Por otra parte, ¿qué es el futuro para un niño o una niña? ¿Qué es eso tan lejano? ¿Cómo podría motivarme aprender para quién sabe cuándo? En la Escuela, será necesario que mostremos a niños y niñas por qué es importante para HOY aprender «tal cosa». Cómo es que después de aprender esto, seremos los mismos pero distintos, porque ese aprendizaje nos habrá ampliado los márgenes de autonomía y los horizontes de libertad.
El otro problema al que me referiré es de otra índole. Un adolescente que egresaba del colegio secundario, hace ya bastantes años, decía: «En doce años, nunca me preguntaron si era feliz o qué me hacía feliz». Si bien se produjeron algunos cambios, habitualmente, los niños, niñas y adolescentes no son suficientemente «escuchados» en la institución Escuela. Por eso, entre otros motivos, suelen irrumpir, manifestarse agresivamente, moverse descontrolada y excitadamente en los recreos. Esta falta de «escucha» es algo que debería cambiar.
Respecto a los niños, niñas y adolescentes que retornan a las clases presenciales será muy importante considerar estas dos cuestiones.
Habrá que tener presente que niños, niñas y adolescentes han vivido un 2020 que respecto de 2019 se constituyó en un «futuro» inimaginable para toda la Humanidad. Será necesario, entonces, morigerar la apelación al «futuro» como motivación para aprender. No porque no vaya a haber futuro, sino porque nadie sabe cómo será. Estrictamente hablando, nunca nadie supo. Sólo aproximaciones, expectativas, predicciones científicas y técnicas relativas.
Y deberá considerarse seria, responsable y empáticamente, la situación que atravesaron en 2020 y atravesarán en 2021, estos y estas niños, niñas y adolescentes. Van a tener necesidad de hablar, de ser escuchados por sus docentes, de escucharse entre sí. Hablar. Una de las privilegiadas formas de elaborar. Aprender a multiplicar por dos, sin duda. Y poder hablar. De lo que les pasó, de lo que les pasa, de los que nos pasó y nos pasa. Hablar. Por eso, por favor, que los barbijos no sean «cierrabocas», que no sean «bozales», que no sean «silenciadores». Hablar y escuchar.
Guillermo D. Rivelis