El nene de cinco años, paradito en el trapo de piso con lavandina puesto en la entrada de la casa de los abuelos, dice: «¿Puedo pasar?». El abuelo contiene las ganas de llorar y le dice: «¡Pero claro!». Una vez adentro el nene hace lo de siempre. Va y viene. Juega. Obviamente, la casa de los abuelos es su casa. La nena, más chiquita e intrépida, entra rápidamente con el codito preparado para decir luego: «Les di codito a los abuelos». Los abuelos y los nietos estuvieron muchos meses sin verse, haciendo videollamadas que algunas veces calmaban y otras aumentaban la angustia de niños y adultos. Se extrañaron muchísimo. Muchísimo. Por supuesto, también esos abuelos con sus hijos y sus hijos con ellos.
Las ganas de llorar del abuelo no eran sólo por su nieto que preguntaba, por su nieta y el codito, por la emoción de verlos. Ambos, niño y niña, maravillosamente contenidos por la mamá y el papá y la tía y el tío. Las ganas de llorar eran también por todos los niños del mundo. Por la infancia.
Hay infancias distorsionadas sin necesidad de la pandemia. Datos de hace unos años de UNICEF muestran que doscientos cincuenta millones de niños crecen en zonas de guerra. En Argentina (seguramente también en otros países), niños viven en la pobreza o debajo de la línea de pobreza. Al lado de basurales y aguas servidas. Contaminándose con desechos que otra gente «tira por ahí». Con una alimentación escasísima y carente de nutrientes necesarios. Pudiendo ir a la escuela, o no; según muchas variables, entre ellas, el clima. Habitualmente, sin juguetes.
La pandemia re – distorsionó las infancias de esos niños y distorsionó la de los otros niños, por ejemplo, la del nene que pregunta si puede entrar a la casa de los abuelos y la de la nena que los saluda con el codito. En principio, nadie tiene la culpa. La pandemia es algo que nos sucedió y nos sucede. Nos sucede aún, no lo olvidemos.
Escuelas cerradas, clases virtuales, plazas cerradas, meses sin poder salir. Luego, salir habiendo cosas «prohibidas». Cuidados meticulosos. Estar donde no hay mucha gente, donde no hay muchos niños. Y tantas otras cosas. Durante lo que va de la pandemia, no siempre hemos tenido en cuenta que los niños también estaban asustados. Angustiados. Con sensaciones extrañas. Muchos papás y mamás se enojaban mucho (la reiteración de la palabra es adrede) porque sus hijos estaban todo el día con el teléfono, no querían asistir a las clases virtuales, no hacían las tareas. Fue y es muy difícil para papás y mamás también. Tironeados entre el trabajo posible o el no – trabajo, la preocupación, la propia angustia, el miedo por un lado, y por otro la atención requerida lógicamente por los niños. Es sumamente difícil «contener» como adulto a un niño cuando uno mismo se siente «descontenido», ansioso, colmado de incertidumbre. Los niños estuvieron y están ahí, mirando, escuchando, muchas veces sin entender, con un problema demasiado grande para ellos. Sin duda, infancias distorsionadas.
Freud plantea que se convierte en traumático aquello que supera las capacidades elaborativas del Yo (instancia psíquica encargada de procesar, entender, elaborar situaciones que ocurren en el vínculo entre la persona y la realidad). Que algo se convierta en traumático depende de distintas variables: cuál es la cualidad del acontecimiento, cuál es su intensidad, qué edad tiene la persona, cómo es su maduración psíquica, su mayor o menor fortaleza o debilidad (todo ser humano es vulnerable), su mayor o menor posibilidad elaborativa.
Es probable que la masividad del problema (todos los niños del mundo) neutralice en parte el efecto traumático. Deberemos verlo con el tiempo. Y estar muy atentos.
Mientras tanto, apena asistir a posturas en instancias y personas que se paran muchas veces en lugares irreductibles, con la enorme dificultad para dialogar como consecuencia, acerca de la apertura o no de las escuelas.
Controversias entre adultos. Los niños (y adolescentes), convidados de piedra.
Guillermo D. Rivelis